martes, 16 de diciembre de 2008

Arreglos y desarreglos.

Extraídos de Cuentos Locos y graciosos del Profesor Serapio.


Resulta que un día el Tío Chiflete se puso a desarmar el lavarropas, porque le parecía que no lavaba bien la ropa.

Cuando Peta lo vio, en lugar del lavarropa había una montaña de piezas, tornillos, tuercas, alambres y cosas raras.

- ¿Porqué desarmaste ese lavarropa, Tío? - preguntó Peta.

- Porque me pareció que no andaba bien. Esta camiseta me encogió y me salió toda teñida de naranja.

- Pero tío, dijo Peta. Esa es la remera nueva de Franca, tu camiseta vieja la tiré porque ya eran más agujeros que tela.

- ¿En serio me tiraste mi camiseta?

- Sí, y vos en serio me desarmaste el lavarropa. Va a ser mejor que lo vuelvas a armar enseguida.

Cuando el tío terminó de armarlo, el lavarropa no andaba. ¿Porqué será? - se preguntó.

- ¿Y no será que te faltan todas estas piezas? - dijo Peta mostrándole una caja llena de partecitas de metal y plástico.

- Uy cierto, - dijo el tío. Ya me parecía que me faltaban cosas.

El tío siguió tratando de armar el lavarropa, pero no hubo caso. A la semana siguiente se había juntado una montaña de ropa sucia, y tuvieron que llamar a alguien que supiera armar lavarropas.

Cuando vino el señor del service, les dijo:

- Para arreglar este lavarropa necesito un metro de cable, catorce tornillos, un repuesto especial, y un kilo de nueces.

Fueron a comprar todo, y después de dos horas el señor terminó de armar el lavarropa y lo hizo andar.

- Muy bien, señor, lo felicito - dijo Peta, y le pagó por su trabajo. Pero lo que no entiendo bien es para que eran las nueces, porque no ví que las haya usado.

- Las nueces son para que cuando su tío tenga ganas de romper y desarmar algo, en lugar del lavarropas se la agarre con las nueces, señora. Total, a esas no hay que volverlas a armar.

El tío se enojó un poco, pero Peta prometió que si pelaba unas cuantas nueces, hacía una rica torta. Y así lo convenció.

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martes, 9 de diciembre de 2008

Chácharas de niños


(Hans Christian Andersen)

En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.

Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.

-¡Soy camarera del Rey! -decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.

-Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» -prosiguió-, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.

Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:

-Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?

-Mi padre -intervino la hija de un escritor- puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.

Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.

En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada.

«¡Quién fuera uno de ellos!», pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en «sen». Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible.

Así discurrió aquella velada.

Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres.

Se levantaba en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en «sen»: se llamaba Thorwaldsen.

¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.

FIN

Tam Lin


Cuento popular escocés
Versión castellana de
Laura Canteros

Janet, la hermosa hija de un conde de las Tierras Bajas, vivía junto a su padre en un castillo de piedra gris rodeado por verdes praderas. Un día, cansada de coser en su gabinete y de jugar largas partidas de ajedrez con las damas de la corte de su padre, se puso un vestido verde, trenzó su pelo rubio y salió sola a dar un paseo por los frondosos bosques de Carterhaugh.

Recorrió claros silenciosos donde brillaba el sol y el césped era tan mullido como una alfombra. Bajo la sombra verde crecían exuberantes las rosas silvestres y los largos tallos de las campanillas blancas formaban un dosel sobre su cabeza.

Janet extendió la mano y cortó una rosa blanca para prenderla en su cintura. Apenas había separado la flor de la rama, cuando apareció un joven frente a ella en el sendero.

—¿Cómo te atreves a cortar las rosas de Carterhaugh y a pasar por aquí sin mi permiso? —le preguntó.

—No quise hacer nada malo —se disculpó ella.

—Mi misión es proteger estos bosques y cuidar que nadie perturbe su paz —dijo el joven.

Luego sonrió lentamente, como alguien que no ha sonreído durante mucho tiempo, y cortó una rosa roja que crecía junto a la rosa blanca que Janet tenía en la mano.

—Sin embargo, sería muy feliz si pudiera dar todas las rosas de Carterhaugh a una dama tan hermosa como tú.

—¿Quién eres, joven gentil? —preguntó Janet mientras tomaba la rosa.

—Me llamo Tam Lin —respondió el joven.

—¡Oí hablar de ti! Eres el caballero elfo —exclamó Janet y arrojó la rosa con temor.

—No temas, hermosa Janet —dijo Tam Lin—. Aunque me digan caballero elfo, soy tan humano como tú.

Y Janet escuchó asombrada mientras Tam Lin contaba su historia.

—Mi padre y mi madre murieron cuando era muy pequeño y mi abuelo, el conde de Roxburght, me llevó a vivir con él. Un día, mientras cazábamos en estos mismos bosques, comenzó a soplar un viento extraño desde el norte, que secó todas las hojas de los árboles. Sentí que me invadía un sueño profundo y me fui alejando de mis compañeros hasta que me caí del caballo. Cuando me desperté, estaba en la tierra de las hadas. La Reina de los Elfos me había raptado mientras dormía.

Tam Lin hizo una pausa, como si estuviera recordando esa tierra verde y encantada.

—Desde entonces —continuó—, estoy sujeto al hechizo de la Reina de los Elfos. Durante el día cuido los bosques de Carterhaugh y por la noche regreso a la tierra de las hadas. Oh, Janet, cómo quisiera regresar a la vida humana de la que me arrancaron. Deseo con todo mi corazón verme libre del encantamiento.

Tam Lin hablaba con tanta pena que Janet preguntó ansiosamente:

—¿Y no hay ninguna manera de lograrlo?

Tam Lin tomó las manos de la joven entre las suyas.

—Esta noche es Halloween, Janet —dijo—, la noche entre todas las noches en que hay una posibilidad de devolverme a la vida humana. En Halloween los seres mágicos viajan a otra comarca y yo voy con ellos.

—Dime cómo puedo ayudarte —dijo Janet—. Lo haré de todo corazón.

—Al llegar la medianoche —le explicó Tam Lin—, debes ir a la encrucijada y esperar allí hasta que pase la caravana de los seres mágicos. Cuando veas acercarse al primer grupo, no te muevas y déjalos seguir su camino. Lo mismo harás con el segundo grupo. Yo iré en el tercer grupo, montado en un corcel blanco como la leche y llevaré una corona de oro en la cabeza. Entonces correrás hasta mí, Janet. Derríbame del caballo y abrázame. No importa que hechizos lancen sobre mí, abrázame fuerte y no me sueltes. De esa manera podrás devolverme a este mundo.

Esa noche, poco antes de las doce, Janet corrió hacia la encrucijada y se ocultó entre los arbustos espinosos. La luz de la luna centelleaba en el agua de los arroyos, la sombra de los arbustos dibujaba figuras extrañas sobre la tierra y las ramas de los árboles crujían aterradoramente sobre su cabeza. El viento traía un leve sonido de galope. Se acercaban los caballos mágicos.

Janet sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se encogió en su capa mientras miraba expectante en dirección al camino. Primero vio el brillo de los arneses de plata, luego la estrella blanca en la frente del caballo que encabezaba el cortejo y pronto apareció ante su vista un grupo de seres mágicos con caras pálidas de rasgos afilados en los que se reflejaba la luz de la luna y extraños bucles élficos que se agitaban en el viento mientras cabalgaban.

Mientras pasaba el primer grupo, encabezado por la Reina de los Elfos que montaba un corcel negro como la noche, Janet se quedó inmóvil y los miró alejarse. Tampoco se movió cuando pasó el segundo grupo. Pero en el tercer grupo distinguió el caballo blanco de Tam Lin y vio el brillo de la corona de oro sobre su frente. Entonces salió de la sombra de los arbustos, corrió a sujetar las riendas del caballo, derribó a Tam Lin de la silla y lo rodeó con sus brazos.

Inmediatamente brotó un grito espectral:

—¡Tam Lin se escapa!

El caballo negro de la Reina de los Elfos corcoveó al sentir el tirón de la rienda para detenerlo. La Reina se volvió y sus ojos hermosamente inhumanos se detuvieron en Janet y Tam Lin.

Mientras Janet lo abrazaba con todas sus fuerzas, la Reina lanzó un hechizo sobre Tam Lin, quien se fue encogiendo más y más hasta transformarse en una lagartija escamosa. Janet la mantuvo apretada contra su pecho.

Luego sintió que algo se deslizaba entre sus dedos y la lagartija se transformó en una serpiente fría y escurridiza que se le enroscó al cuello mientras la sujetaba firmemente.

Un momento después, sintió un dolor ardiente en las manos y la fría serpiente se transformó en una barra de hierro al rojo. Lágrimas de dolor corrían por sus mejillas, pero Janet siguió abrazando a Tam Lin con la decisión de enfrentarse a lo que fuera para salvarlo.

Por fin, la Reina de los Elfos comprendió que había perdido a Tam Lin para siempre por la fuerza del amor de una mortal y le devolvió su aspecto original. En brazos de Janet, Tam Lin era nuevamente un ser humano. Janet lo envolvió triunfalmente en su capa. Y mientras la caravana reanudaba la marcha y una afilada mano verdosa tomaba las riendas del caballo en que había montado Tam Lin, se escuchó la voz de la Reina de los Elfos en amargo lamento:

—Hemos perdido al más apuesto de todos los caballeros de mi cortejo en manos de los mortales. ¡Adiós, Tam Lin! Si hubiera sabido que una mortal sería capaz de arrancarte de mi lado con su amor, te habría quitado el corazón humano y puesto en su lugar un corazón de piedra. Y si hubiera sabido que la hermosa Janet vendría a Carterhaugh, habría transformado tus ojos grises en un par de ojos de madera.

Mientras la Reina hablaba, la pálida luz del amanecer comenzó a iluminar la tierra. Con un grito sobrenatural, los jinetes mágicos espolearon sus caballos y se alejaron a toda velocidad. El sonido de las campanillas de los arreos se desvaneció en la distancia.

Tam Lin besó las manos ampolladas de Janet y juntos regresaron al castillo de piedra gris.


Fuente: Scottish Folk Tales and Legends. Recopilación de Barbara Ker Wilson (Londres, Oxford University Press, 1954).

La nube de los secretos

El tren salió de su túnel oscuro, y los pasajeros se encandilaron con la luz del sol que estaba atardeciendo en el mar. La niña de dorados rizos, que estaba sentada en el regazo de su mamá, le decía que todavía habían bañistas en la playa aunque el verano playero acababa de terminar, y le preguntó:

--¿Las olas hablan, mamá?

--Claro, hijita, las olas son quienes viajan por todo el mundo con sus blancas bocas, y se cuentan unas a otras lo que ha pasado, por los lugares donde han estado.

A veces se ríen mucho, y por eso oyes muchos splash seguidos
en la rompiente, otras veces están enfadadas y hay olas grandotas que rompen haciendo mucho ruido, como quien da un portazo, en algunas ocasiones están perezosas y ni se mueven, es porque están dormitando y una pequeña ola, que casi no dice nada sobre la arena, significa que está roncando.

--¡Mira mamá! Qué nube más rara.

--Si, tienes razón, esa nube es la nube de los secretos. ¿Sabes qué hace esa nube? —Le preguntó en secreto la mamá.

--Si... Escucha los secretos de todos... —Dijo la niña riéndose.

--Bueno, en cierta manera si. Todas las olas le cuentan sus secretos a ella, porque saben que ella no los contará a nadie. También lo hacen los delfines y todos los animales del agua. ¿Sabes qué otros animales de agua hay? —Le preguntó animándola a pensar un poquito.

--Si... Los pájaros de agua —Contestó riendo.

--Y... ¿Cómo se llaman? Ga... —Le daba una ayudita.


--¡Gaviotas! —Contestó contenta de saberlo—. ¡Mira mamá!, ahí hay una que está jugando con las olas. ¿Sabes mami que las gaviotas flotan porque tienen una panza muy gorda?

--Si, también porque se llenan de aire —Dijo la madre llenando sus cachetes de aire, abriendo los brazos en redondo y moviéndose de lado a lado— y hacen como un flotador. A veces las gaviotas quieren enterarse de los secretos que les cuentan las olas a la nube y la nube se va un poco enfadada para otros lugares, y si la gaviota la molesta mucho entonces llueve. Otras veces, llueve sobre la tierra y los secretos caen sobre las plantas, los árboles, las flores o simplemente sobre la tierra. Como no conocen a las olas, no se enteran mucho qué significan esos secretos, aunque les caigan
encima.


--Y, ¿qué pasa con los secretos que llueven sobre la tierra? —Le preguntó mirando a traves de la ventana.

--No pasa nada, caen como simples gotas de lluvia, guardando los secretos para siempre en el corazón de cada gota y al ser absorvida por un árbol, o flor, o donde sea que caiga, guarda ese secreto como si alguien se lo hubiera contado pero nunca puede recordar qué es en realidad, como cuando uno cree que tiene algo por decir y no recuerda qué —Le explicaba la mamá pegando su mejilla contra el de su hija de cuatro años.

La niña se reacomodaba sobre el regazo de la madre y le llenaba la cara con sus tirabuzones dorados.

A medida que el tren traqueteaba algunas nubes rosa-azul-violeta se juntaban en el horizonte a escuchar los secretos que alguien tenía para contarles, otras llegaban desde lejos justo a tiempo para disfrazarse con el atardecer. Y entre contar nubes y nubes, fueron llegando hasta su estación, donde bajaron y se despidieron de las señoritas del cielo hasta el día siguiente.

http://www.mundolatino.org/rinconcito/cuento23.htm

Fábula

Beatriz Actis
Ilustrado por Andrea Bianco




Un señor tenía un pato que ladraba. Lo metió en un canasto con tapa y se fue a recorrer las plazas de los pueblos.
Le decía a la gente que tenía un pato que ladraba, pero nadie le creía. “Si me dan una moneda”, les decía, “se los muestro. Si no ladra, les devuelvo la moneda y les doy otra más”.
Entonces sacaba el pato, que como estaba un poco confundido no ladraba, le hablaba en la oreja para convencerlo y el pato ladraba.
Con el dinero que ganó gracias al pato, el señor se compró una motoneta (para él) y un carrito (para el pato). El carrito tenía una sola rueda e iba enganchado a la motoneta como un sidecar. También le compró un casco al pato.
Un buen día, el señor encontró un gato que hacía mu y también lo metió adentro del carrito. Se llevaba muy bien con el pato.
Después encontró un perro que hacía miau y tuvo que agrandar el carrito. En realidad, lo cambió por otro más grande (un carro y no un carrito). Compró dos cascos más.
Fue entonces cuando encontró la vaca que hacía cua y tuvo que comprar un carromato de circo para que entraran todos. (Los cascos ya no eran necesarios).
En el viaje, los animales conversaban porque si no se aburrían. Se hicieron muy amigos.
En medio de la larga travesía por la llanura, el pato le enseñó a ladrar al perro, el perro le enseñó a maullar al gato, el gato le enseñó a mugir a la vaca y la vaca le enseñó a parpar al pato.
Entonces se dieron la mano, abrieron la puerta del carromato y cada uno se fue por la vida con rumbo distinto.
Ahora que eran bilingües podían trabajar como traductores (sobre todo el pato, el gato y el perro) o como secretaria ejecutiva (sobre todo la vaca).
También podían publicar un diccionario vaca - gato, gato - vaca; pato - perro, perro - pato; etcétera.
El señor les vendió el carromato a los gitanos y se fue con su motoneta a buscar algún gladiolo con olor a jazmín, o bien, alguna mandarina con gusto a banana.
No sabemos qué tal le fue.


Texto © 2008 Beatriz Actis. Imagen © 2008 Andrea Bianco. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:
http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

El flautista de Hamelin

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.
Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquietante plaga.
Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.

Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".
Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.


Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad.
Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.
A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".
Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.
Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron.
En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.
Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
FIN

El patito feo

Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.

Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez.

Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto.

Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.

Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...

La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis.

El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían...

Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.

Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe.

El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado.


Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.

Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.

Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también.

Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:

- ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!

A lo que el patito respondió:

-¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso...

- Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.

El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque.

Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.

FIN

Los tres cerditos

En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar.

El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él.

El mayor trabajaba en su casa de ladrillo.

- Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.


El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó.

El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron pitando de allí.

Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor.

Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó.

Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.

FIN

Peter Pan

Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.

Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la habitación

Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños Perdidos...

- Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para que podáis volar.

Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló:

- Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!

Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.

Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.

Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, hada quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.

Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.

Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz:

- ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!

estrellas.gif (1609 bytes)Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo.

El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.

Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa.

- ¡Quédate con nosotros! -pidieron los niños.

- ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos.

- ¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.

FIN