martes, 27 de enero de 2009

El tobogán atrapador



RESULTA QUE el Tío Chiflete las llevó a las nenas a la plaza y se puso a jugar con ellas. Primero fueron al sube y baja, y las sentó a las nenas en un asiento y se subió él en el otro. Pero no podían subir y bajar, porque el Tío estaba un poco gordo y el sube y baja no se movía. Después fueron al arenero, pero una nena se puso a llorar porque el tío se había sentado arriba de su castillo y lo había aplastado todo. Después se subió a una hamaca, pero las nenas no lo podían hamacar, porque era una hamaca para nenes y no para gente grande.

Entonces fueron al tobogán. Y el tío se subió y se iba a largar, pero resulta que se quedó atrapado en la parte más alta. El tobogán era demasia­do angosto, y el tío demasiado ancho. No se podía mover ni para atrás, ni para adelante, ni para los costados. Enseguida la escalera del tobogán se llenó de nenes que no se podían largar porque el tío tapaba la bajada. Franca trató de ayudarlo pero no pudo porque había que hacer mucha fuerza. El Tío gritaba como loco:

- ¡Sáquenme de aquí!

Al escuchar sus gritos vinieron la mamá Peta y el Vecino Inventor. Al vecino se le ocurrió pasar una soga por arriba de una rama, atar un extremo de una soga al pantalón del tío, y entre todos tirar del otro.

Empezaron a hacer fuerza todos a la vez hasta que... ¡Zas!. La soga se aflojó de golpe y todos se cayeron sentados en la arena. Y de la soga colgaba algo... ¿el tío? No. El pantalón del tío. ¿Y el tío? El tío quedó en calzoncillos, tan atrapado como antes arriba del tobogán. Para colmo llevaba unos calzoncillos largos color verde loro, con grandes lunares naranjas, amarillos y rosas.

Al tío le dio mucha vergüenza y pidió por favor que inventaran otra cosa para sacarlo de allí.

Un señor dijo que podían conseguir unas palomas, y atarles con piolín una patita a un ojal del chaleco del tío. Cuando las palomas levantaran vuelo, iban a sacar al tío del tobogán.

Como idea estaba muy buena, pero sucedió que las palomas no tenían demasiada fuerza y no pudieron sacar al tío del tobogán. Hubo que desatar los piolines y limpiar al tío con un pañuelo, porque había quedado todo sucio de caca de paloma.

Entonces Lara, que estaba comiendo un pan con manteca, lo empezó a fregar contra el tobogán. Al ver eso, la mamá se dio cuenta que era una buena idea: enmantecar bien al tobogán y al tío, para que se deslizara. Una vecina trajo varios panes de manteca y lo repartió entre todos los que estaban mirando. Allí nomás se dedicaron a dejar todo bien enmantecado, hasta que... ¡listo!. Un empujoncito y el tío bajo rápidamente por el tobogán, cayendo encima de toda la gente. Quedaron enmantecados y enarenados, pero felices.

El tío prometió que nunca más se iba a subir al tobogán, y que iba a hacer régimen para adelgazar: verduritas y yogur descremado. Y sobre todo, nada de manteca.



Fuentes:www.netic.com.ar/cuentif/

foto: http://img6.travelblog.org/Photos/48240/279269/t/2350456-Pedazo-de-tobogan-0.jpg

domingo, 25 de enero de 2009


El aro perdido

extraído de http://netic.com.ar/cuentinf/fotos/arito.jpg



RESULTA QUE Franca vio unos pajaritos que revoloteaban por el patio, y le preguntó a la mamá: ¿qué están haciendo esos pajaritos?

- Están buscando comida - respondió la mamá.

- ¿y qué comen?

- Semillas, migas de pan, bichitos, esas cosas.

- Ah. ¿y galletitas?

- También, si las cortás bien chiquitas.

Entonces la mamá le mostró como poner un plato con migas para los pajaritos. Al principio les daba miedo la gente, pero después de unos días se fueron acostumbrando a venir todas las mañanas a comer.

Un día, a Lara se le salió un aro, y todos lo buscaron por la casa y no lo encontraron. Hasta que una mañana, Franca vio donde estaba el aro:

- ¡Ahí está! En el plato de los pajaritos.

- Andá a buscarlo - dijo la mamá.

- No puedo mamá - dijo Franca.

- ¿Porqué?

- Porque en el plato hay un pajarito, y tiene el aro en el pico.

La mamá trató de recuperar el aro, pero el pajarito, que era una urraca, se lo llevó a una rama bien alta.

Se armó un lío bárbaro, porque los aros eran un regalo de la abuela, y les había costado trabajo que Lara se acostumbrara a usarlos.

Para variar, el Tío Chiflete tuvo una idea:

- Ya sé lo que voy a hacer. Me voy a disfrazar de pajarita, con un aro en una oreja. Entonces el pajarito va a decir: "¡A esa linda pajarita le falta un aro!". Y me va a regalar el aro que falta.

Se puso ropa toda negra, y desplumó un plumero viejo que había en la casa. Después se pegó las plumas con engrudo en toda la ropa, se puso un embudo en la boca, a manera de pico, y al final, el aro.

Con su disfraz de pajarito, el Tío dió unas vueltas por el patio diciendo: "Pío pío pío pío"

La mamá se rió al ver al disfrazado y dijo:

- Sos un pajarito un poco gordo. Más bien parecés un pavo.

- Vos no entendés nada de pajaritos.

- Además, acá no te ve nadie. Mejor andá a la vereda.

El Tío salió a la vereda, y se puso a caminar dando saltitos con los dos pies juntos, y a decir "Pío pío".

Los vecinos lo miraban y no entendían nada. Algunos se reían, y una señora un poco corta de vista le tiró a los pies como un kilo de pan duro.

El Vecino Inventor se asomó por la ventana y le preguntó qué pasaba. El Tío le explicó, y el Inventor dijo:

- Yo tengo una idea mejor. Hay que fabricar una oreja gigante, que se vea desde bien lejos, y ponerla en la puerta de calle. Cuando el pajarito la vea, va a pensar: "Qué linda oreja. Lástima que no tiene aro", y entonces va a colocar el aro en ella.

El Inventor se puso a trabajar, y a la tarde tuvo lista la enorme oreja de plástico color piel, y la colgó con una cadena de un clavo en la puerta de calle.

Los demás vecinos seguían sin entender nada. Una vecina muy chismosa, cada vez que pasaba por la puerta de la casa le decía algo en secreto a la oreja gigante. Un abuelo aburrido había puesto una silla al lado de la oreja, y le daba charla.

Para la mañana siguiente, en la oreja se había juntado un poco de tierra, pero no había aparecido ningún aro.

Entonces la mamá tuvo una idea:

- Vamos a poner unos botones en un platito, para ver adónde se los lleva la urraca. De ese modo vamos a descubrir su nido. Mientras tanto, el Tío se va a sacar ese disfraz de pajarón y el Inventor va a descolgar esa orejota de mi puerta.

Hicieron como ella dijo, y... ¡así fue!. El pajarito empezó a llevarse los botones, que le gustaban porque eran brillantes y hacían ruidito.

Entonces el Inventor, con un telescopio que había fabricado, miró al pajarito a ver a donde iba. Pasó un buen rato mirándolo mientras volaba, se posaba en distintos lugares, o se alisaba las plumas. Hasta que al final, ¡descubrió el nido!. Estaba en un árbol en el patio del Sr. Enojoni.

El Sr. Enojoni no quiso saber nada con dejar pasar a su patio al Inventor. Fue la mamá con las nenas a pedirle por favor, pero tampoco. Por último se incorporó al grupo el Tío Chiflete, que iba terminándose de peinar y arreglar la ropa. Cuando lo vió, el Sr. Enojoni le preguntó:

- ¿Ud. es el que estaba hace un rato disfrazado de pajarito?

- Sí.

- Jua jua jua. - se rió el Sr. Enojoni. Y de tanto que se rió, se le fue el enojo. Y no tuvo más remedio que dejarlos poner la escalera para subir al árbol.

Arriba del árbol estaba el nido. Y en el nido, el aro y los botones. Todos se pusieron muy contentos.

Pero a Franca le preocupaba saber para qué el pajarito quería el aro y los botones. Entonces la mamá le explicó:

- Algunos pajaritos se llevan cosas para hacer un nido, que es su casita.

- ¿y el pajarito se quedó sin casita?

- No te preocupes - dijo la mamá. Vamos a poner un poco de algodón y unas maderitas, y vas a ver como el pajarito se los viene a llevar para hacer un nido más lindo y caliente.

Y así fue. Desde la terraza, con el telescopio del inventor, Franca podía ver el nido del pajarito, con el algodón y las maderitas dentro. Y en la primavera, aparecieron dos lindos pajaritos.

martes, 16 de diciembre de 2008

Arreglos y desarreglos.

Extraídos de Cuentos Locos y graciosos del Profesor Serapio.


Resulta que un día el Tío Chiflete se puso a desarmar el lavarropas, porque le parecía que no lavaba bien la ropa.

Cuando Peta lo vio, en lugar del lavarropa había una montaña de piezas, tornillos, tuercas, alambres y cosas raras.

- ¿Porqué desarmaste ese lavarropa, Tío? - preguntó Peta.

- Porque me pareció que no andaba bien. Esta camiseta me encogió y me salió toda teñida de naranja.

- Pero tío, dijo Peta. Esa es la remera nueva de Franca, tu camiseta vieja la tiré porque ya eran más agujeros que tela.

- ¿En serio me tiraste mi camiseta?

- Sí, y vos en serio me desarmaste el lavarropa. Va a ser mejor que lo vuelvas a armar enseguida.

Cuando el tío terminó de armarlo, el lavarropa no andaba. ¿Porqué será? - se preguntó.

- ¿Y no será que te faltan todas estas piezas? - dijo Peta mostrándole una caja llena de partecitas de metal y plástico.

- Uy cierto, - dijo el tío. Ya me parecía que me faltaban cosas.

El tío siguió tratando de armar el lavarropa, pero no hubo caso. A la semana siguiente se había juntado una montaña de ropa sucia, y tuvieron que llamar a alguien que supiera armar lavarropas.

Cuando vino el señor del service, les dijo:

- Para arreglar este lavarropa necesito un metro de cable, catorce tornillos, un repuesto especial, y un kilo de nueces.

Fueron a comprar todo, y después de dos horas el señor terminó de armar el lavarropa y lo hizo andar.

- Muy bien, señor, lo felicito - dijo Peta, y le pagó por su trabajo. Pero lo que no entiendo bien es para que eran las nueces, porque no ví que las haya usado.

- Las nueces son para que cuando su tío tenga ganas de romper y desarmar algo, en lugar del lavarropas se la agarre con las nueces, señora. Total, a esas no hay que volverlas a armar.

El tío se enojó un poco, pero Peta prometió que si pelaba unas cuantas nueces, hacía una rica torta. Y así lo convenció.

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martes, 9 de diciembre de 2008

Chácharas de niños


(Hans Christian Andersen)

En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.

Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.

-¡Soy camarera del Rey! -decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.

-Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» -prosiguió-, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.

Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:

-Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?

-Mi padre -intervino la hija de un escritor- puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.

Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.

En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada.

«¡Quién fuera uno de ellos!», pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en «sen». Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible.

Así discurrió aquella velada.

Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres.

Se levantaba en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en «sen»: se llamaba Thorwaldsen.

¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.

FIN

Tam Lin


Cuento popular escocés
Versión castellana de
Laura Canteros

Janet, la hermosa hija de un conde de las Tierras Bajas, vivía junto a su padre en un castillo de piedra gris rodeado por verdes praderas. Un día, cansada de coser en su gabinete y de jugar largas partidas de ajedrez con las damas de la corte de su padre, se puso un vestido verde, trenzó su pelo rubio y salió sola a dar un paseo por los frondosos bosques de Carterhaugh.

Recorrió claros silenciosos donde brillaba el sol y el césped era tan mullido como una alfombra. Bajo la sombra verde crecían exuberantes las rosas silvestres y los largos tallos de las campanillas blancas formaban un dosel sobre su cabeza.

Janet extendió la mano y cortó una rosa blanca para prenderla en su cintura. Apenas había separado la flor de la rama, cuando apareció un joven frente a ella en el sendero.

—¿Cómo te atreves a cortar las rosas de Carterhaugh y a pasar por aquí sin mi permiso? —le preguntó.

—No quise hacer nada malo —se disculpó ella.

—Mi misión es proteger estos bosques y cuidar que nadie perturbe su paz —dijo el joven.

Luego sonrió lentamente, como alguien que no ha sonreído durante mucho tiempo, y cortó una rosa roja que crecía junto a la rosa blanca que Janet tenía en la mano.

—Sin embargo, sería muy feliz si pudiera dar todas las rosas de Carterhaugh a una dama tan hermosa como tú.

—¿Quién eres, joven gentil? —preguntó Janet mientras tomaba la rosa.

—Me llamo Tam Lin —respondió el joven.

—¡Oí hablar de ti! Eres el caballero elfo —exclamó Janet y arrojó la rosa con temor.

—No temas, hermosa Janet —dijo Tam Lin—. Aunque me digan caballero elfo, soy tan humano como tú.

Y Janet escuchó asombrada mientras Tam Lin contaba su historia.

—Mi padre y mi madre murieron cuando era muy pequeño y mi abuelo, el conde de Roxburght, me llevó a vivir con él. Un día, mientras cazábamos en estos mismos bosques, comenzó a soplar un viento extraño desde el norte, que secó todas las hojas de los árboles. Sentí que me invadía un sueño profundo y me fui alejando de mis compañeros hasta que me caí del caballo. Cuando me desperté, estaba en la tierra de las hadas. La Reina de los Elfos me había raptado mientras dormía.

Tam Lin hizo una pausa, como si estuviera recordando esa tierra verde y encantada.

—Desde entonces —continuó—, estoy sujeto al hechizo de la Reina de los Elfos. Durante el día cuido los bosques de Carterhaugh y por la noche regreso a la tierra de las hadas. Oh, Janet, cómo quisiera regresar a la vida humana de la que me arrancaron. Deseo con todo mi corazón verme libre del encantamiento.

Tam Lin hablaba con tanta pena que Janet preguntó ansiosamente:

—¿Y no hay ninguna manera de lograrlo?

Tam Lin tomó las manos de la joven entre las suyas.

—Esta noche es Halloween, Janet —dijo—, la noche entre todas las noches en que hay una posibilidad de devolverme a la vida humana. En Halloween los seres mágicos viajan a otra comarca y yo voy con ellos.

—Dime cómo puedo ayudarte —dijo Janet—. Lo haré de todo corazón.

—Al llegar la medianoche —le explicó Tam Lin—, debes ir a la encrucijada y esperar allí hasta que pase la caravana de los seres mágicos. Cuando veas acercarse al primer grupo, no te muevas y déjalos seguir su camino. Lo mismo harás con el segundo grupo. Yo iré en el tercer grupo, montado en un corcel blanco como la leche y llevaré una corona de oro en la cabeza. Entonces correrás hasta mí, Janet. Derríbame del caballo y abrázame. No importa que hechizos lancen sobre mí, abrázame fuerte y no me sueltes. De esa manera podrás devolverme a este mundo.

Esa noche, poco antes de las doce, Janet corrió hacia la encrucijada y se ocultó entre los arbustos espinosos. La luz de la luna centelleaba en el agua de los arroyos, la sombra de los arbustos dibujaba figuras extrañas sobre la tierra y las ramas de los árboles crujían aterradoramente sobre su cabeza. El viento traía un leve sonido de galope. Se acercaban los caballos mágicos.

Janet sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se encogió en su capa mientras miraba expectante en dirección al camino. Primero vio el brillo de los arneses de plata, luego la estrella blanca en la frente del caballo que encabezaba el cortejo y pronto apareció ante su vista un grupo de seres mágicos con caras pálidas de rasgos afilados en los que se reflejaba la luz de la luna y extraños bucles élficos que se agitaban en el viento mientras cabalgaban.

Mientras pasaba el primer grupo, encabezado por la Reina de los Elfos que montaba un corcel negro como la noche, Janet se quedó inmóvil y los miró alejarse. Tampoco se movió cuando pasó el segundo grupo. Pero en el tercer grupo distinguió el caballo blanco de Tam Lin y vio el brillo de la corona de oro sobre su frente. Entonces salió de la sombra de los arbustos, corrió a sujetar las riendas del caballo, derribó a Tam Lin de la silla y lo rodeó con sus brazos.

Inmediatamente brotó un grito espectral:

—¡Tam Lin se escapa!

El caballo negro de la Reina de los Elfos corcoveó al sentir el tirón de la rienda para detenerlo. La Reina se volvió y sus ojos hermosamente inhumanos se detuvieron en Janet y Tam Lin.

Mientras Janet lo abrazaba con todas sus fuerzas, la Reina lanzó un hechizo sobre Tam Lin, quien se fue encogiendo más y más hasta transformarse en una lagartija escamosa. Janet la mantuvo apretada contra su pecho.

Luego sintió que algo se deslizaba entre sus dedos y la lagartija se transformó en una serpiente fría y escurridiza que se le enroscó al cuello mientras la sujetaba firmemente.

Un momento después, sintió un dolor ardiente en las manos y la fría serpiente se transformó en una barra de hierro al rojo. Lágrimas de dolor corrían por sus mejillas, pero Janet siguió abrazando a Tam Lin con la decisión de enfrentarse a lo que fuera para salvarlo.

Por fin, la Reina de los Elfos comprendió que había perdido a Tam Lin para siempre por la fuerza del amor de una mortal y le devolvió su aspecto original. En brazos de Janet, Tam Lin era nuevamente un ser humano. Janet lo envolvió triunfalmente en su capa. Y mientras la caravana reanudaba la marcha y una afilada mano verdosa tomaba las riendas del caballo en que había montado Tam Lin, se escuchó la voz de la Reina de los Elfos en amargo lamento:

—Hemos perdido al más apuesto de todos los caballeros de mi cortejo en manos de los mortales. ¡Adiós, Tam Lin! Si hubiera sabido que una mortal sería capaz de arrancarte de mi lado con su amor, te habría quitado el corazón humano y puesto en su lugar un corazón de piedra. Y si hubiera sabido que la hermosa Janet vendría a Carterhaugh, habría transformado tus ojos grises en un par de ojos de madera.

Mientras la Reina hablaba, la pálida luz del amanecer comenzó a iluminar la tierra. Con un grito sobrenatural, los jinetes mágicos espolearon sus caballos y se alejaron a toda velocidad. El sonido de las campanillas de los arreos se desvaneció en la distancia.

Tam Lin besó las manos ampolladas de Janet y juntos regresaron al castillo de piedra gris.


Fuente: Scottish Folk Tales and Legends. Recopilación de Barbara Ker Wilson (Londres, Oxford University Press, 1954).

La nube de los secretos

El tren salió de su túnel oscuro, y los pasajeros se encandilaron con la luz del sol que estaba atardeciendo en el mar. La niña de dorados rizos, que estaba sentada en el regazo de su mamá, le decía que todavía habían bañistas en la playa aunque el verano playero acababa de terminar, y le preguntó:

--¿Las olas hablan, mamá?

--Claro, hijita, las olas son quienes viajan por todo el mundo con sus blancas bocas, y se cuentan unas a otras lo que ha pasado, por los lugares donde han estado.

A veces se ríen mucho, y por eso oyes muchos splash seguidos
en la rompiente, otras veces están enfadadas y hay olas grandotas que rompen haciendo mucho ruido, como quien da un portazo, en algunas ocasiones están perezosas y ni se mueven, es porque están dormitando y una pequeña ola, que casi no dice nada sobre la arena, significa que está roncando.

--¡Mira mamá! Qué nube más rara.

--Si, tienes razón, esa nube es la nube de los secretos. ¿Sabes qué hace esa nube? —Le preguntó en secreto la mamá.

--Si... Escucha los secretos de todos... —Dijo la niña riéndose.

--Bueno, en cierta manera si. Todas las olas le cuentan sus secretos a ella, porque saben que ella no los contará a nadie. También lo hacen los delfines y todos los animales del agua. ¿Sabes qué otros animales de agua hay? —Le preguntó animándola a pensar un poquito.

--Si... Los pájaros de agua —Contestó riendo.

--Y... ¿Cómo se llaman? Ga... —Le daba una ayudita.


--¡Gaviotas! —Contestó contenta de saberlo—. ¡Mira mamá!, ahí hay una que está jugando con las olas. ¿Sabes mami que las gaviotas flotan porque tienen una panza muy gorda?

--Si, también porque se llenan de aire —Dijo la madre llenando sus cachetes de aire, abriendo los brazos en redondo y moviéndose de lado a lado— y hacen como un flotador. A veces las gaviotas quieren enterarse de los secretos que les cuentan las olas a la nube y la nube se va un poco enfadada para otros lugares, y si la gaviota la molesta mucho entonces llueve. Otras veces, llueve sobre la tierra y los secretos caen sobre las plantas, los árboles, las flores o simplemente sobre la tierra. Como no conocen a las olas, no se enteran mucho qué significan esos secretos, aunque les caigan
encima.


--Y, ¿qué pasa con los secretos que llueven sobre la tierra? —Le preguntó mirando a traves de la ventana.

--No pasa nada, caen como simples gotas de lluvia, guardando los secretos para siempre en el corazón de cada gota y al ser absorvida por un árbol, o flor, o donde sea que caiga, guarda ese secreto como si alguien se lo hubiera contado pero nunca puede recordar qué es en realidad, como cuando uno cree que tiene algo por decir y no recuerda qué —Le explicaba la mamá pegando su mejilla contra el de su hija de cuatro años.

La niña se reacomodaba sobre el regazo de la madre y le llenaba la cara con sus tirabuzones dorados.

A medida que el tren traqueteaba algunas nubes rosa-azul-violeta se juntaban en el horizonte a escuchar los secretos que alguien tenía para contarles, otras llegaban desde lejos justo a tiempo para disfrazarse con el atardecer. Y entre contar nubes y nubes, fueron llegando hasta su estación, donde bajaron y se despidieron de las señoritas del cielo hasta el día siguiente.

http://www.mundolatino.org/rinconcito/cuento23.htm

Fábula

Beatriz Actis
Ilustrado por Andrea Bianco




Un señor tenía un pato que ladraba. Lo metió en un canasto con tapa y se fue a recorrer las plazas de los pueblos.
Le decía a la gente que tenía un pato que ladraba, pero nadie le creía. “Si me dan una moneda”, les decía, “se los muestro. Si no ladra, les devuelvo la moneda y les doy otra más”.
Entonces sacaba el pato, que como estaba un poco confundido no ladraba, le hablaba en la oreja para convencerlo y el pato ladraba.
Con el dinero que ganó gracias al pato, el señor se compró una motoneta (para él) y un carrito (para el pato). El carrito tenía una sola rueda e iba enganchado a la motoneta como un sidecar. También le compró un casco al pato.
Un buen día, el señor encontró un gato que hacía mu y también lo metió adentro del carrito. Se llevaba muy bien con el pato.
Después encontró un perro que hacía miau y tuvo que agrandar el carrito. En realidad, lo cambió por otro más grande (un carro y no un carrito). Compró dos cascos más.
Fue entonces cuando encontró la vaca que hacía cua y tuvo que comprar un carromato de circo para que entraran todos. (Los cascos ya no eran necesarios).
En el viaje, los animales conversaban porque si no se aburrían. Se hicieron muy amigos.
En medio de la larga travesía por la llanura, el pato le enseñó a ladrar al perro, el perro le enseñó a maullar al gato, el gato le enseñó a mugir a la vaca y la vaca le enseñó a parpar al pato.
Entonces se dieron la mano, abrieron la puerta del carromato y cada uno se fue por la vida con rumbo distinto.
Ahora que eran bilingües podían trabajar como traductores (sobre todo el pato, el gato y el perro) o como secretaria ejecutiva (sobre todo la vaca).
También podían publicar un diccionario vaca - gato, gato - vaca; pato - perro, perro - pato; etcétera.
El señor les vendió el carromato a los gitanos y se fue con su motoneta a buscar algún gladiolo con olor a jazmín, o bien, alguna mandarina con gusto a banana.
No sabemos qué tal le fue.


Texto © 2008 Beatriz Actis. Imagen © 2008 Andrea Bianco. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:
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